Escritos de media noche. Tumbado boca arriba en medio del desierto, miraba el cielo despejado. Por más que buscara, no había un sol. Solo escuchaba el sonido de las serpientes de cascabel ascendiendo por mi cuerpo. De manera extraña, no sentía miedo o calor y no me faltaba el agua. Mis manos empezaron a ponerse rígidas lentamente, comenzando por los dedos y extendiéndose hacia los hombros. Las podía sentir, pero no mover. No luchaba contra ello, solo sentía cómo mis músculos estaban tensos mientras el viento soplaba y las cascabeles resonaban. A medida que la rigidez se extendía, el cielo se mezclaba con el polvo y la escasa vegetación, creando un panorama en tonos cafés. Con cada sonido del cascabel que se intensificaba cada vez un poco más, las nubes se desintegraban y se unían en una espiral con pequeñas réplicas al rededor, formando un camino a seguir en el centro. Las espigas de los cactus adornaban las guías y un grano de arena se dibujaba entre espiga y espiga, avanzando hacia el centro e invitandome a continuar. Sentía cómo mi pecho se elevaba hacia el cielo, desprendiéndose de mí al compás ritmico del cascabel… hasta que, como cada sábado, sonó la alarma a las 17:07.
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