Escritos de media noche.

Tumbado boca arriba en medio del desierto, miraba el cielo despejado. Por más que buscara, no había un sol. Solo escuchaba el sonido de las serpientes de cascabel ascendiendo por mi cuerpo. De manera extraña, no sentía miedo o calor y no me faltaba el agua. Mis manos empezaron a ponerse rígidas lentamente, comenzando por los dedos y extendiéndose hacia los hombros. Las podía sentir, pero no mover. No luchaba contra ello, solo sentía cómo mis músculos estaban tensos mientras el viento soplaba y las cascabeles resonaban. A medida que la rigidez se extendía, el cielo se mezclaba con el polvo y la escasa vegetación, creando un panorama en tonos cafés. Con cada sonido del cascabel que se intensificaba cada vez un poco más, las nubes se desintegraban y se unían en una espiral con pequeñas réplicas al rededor, formando un camino a seguir en el centro. Las espigas de los cactus adornaban las guías y un grano de arena se dibujaba entre espiga y espiga, avanzando hacia el centro e invitandome a continuar. Sentía cómo mi pecho se elevaba hacia el cielo, desprendiéndose de mí al compás ritmico del cascabel… hasta que, como cada sábado, sonó la alarma a las 17:07.

La tengo desde hace casi un año. En su momento, me recordaba regar las plantas cuando ella no estaba en casa y no fiarme por completo de mi memoria. Los números no eran al azar; me ayudaban a no apagarla sin antes mirarla, pues no es una hora exacta, no me podía permitir esperar 5 minutos más para hacerlo. Ahora ya no hay plantas que cuidar, solo un pequeño teléfono al que debo hablarle bonito y rellenarle el agua de vez en cuando, un lazo de amor que conserva la humedad, y un par que riego cuando salgo a estirar. Sin embargo, la alarma sigue ahí. Ahora no me recuerda cuidar de las plantas, me recuerda que debo seguir cuidando de mí, algo que aprendí de ella.

Algo que, entre muchas cosas, le quiero agradecer. Si no se lo pude decir con mis palabras en su momento, tal vez por topeza, tal vez por obviedad, lo dejo en estas letras, quizás por eso este escrito no se queda entre mis libretas, por la vaga esperanza de que lo llegue a leer. Y si es así, decirle que yo estoy bien y deseo de todo corazón que ella también lo esté. Pedir perdón por las veces que fallé, decirle que me gustaría algún día compartir una vez más la mesa y solo conversar. Aquí no hay más que amor y buenos deseos en su andar.